Buenos Aires,
quizá por su antigua condición de ciudad portuaria a la que solían llegar desde
lejanos lugares, torvos inmigrantes de rostros curtidos y talantes
melancólicos, tiene todavía un aura de misterio ultramarino del que deviene,
quizá, su principal encanto.
Los varones de
ley y las muchachas sensibles que se han atrevido a caminar por las calles de
un barrio cualquiera sobre el filo de la medianoche, han llegado a sospechar
que, aunque no pudieran verlo, a su alrededor se estaban tejiendo
silenciosamente las urdimbres de algún prodigio que podía cambiar sus vidas de
manera radical.
Claro que no
es ésta una magia con luces de colores ni efectos especiales al estilo David
Coperfield, es, si se quiere, una magia de morondanga. Una magia de entrecasa
en la que sus trucos tienen más que ver con la sorpresa de un alma ingenua, que
con la admiración pavota que suele suscitar el simple despliegue tecnológico.
Es quizá por
ello que los barrios de Buenos Aires conservan todavía, a pesar de la invasión
de fast food y shoppings, viejas casas y boliches misérrimos que son los
preferidos de esos seres crédulos y fantasiosos, para quienes una buena
historia no es aquella que despliega fríamente sus pergaminos de autenticidad,
sino aquella que logra conmover sus corazones pues, sostienen, no existe una
realidad más contundente que la que nace de un alma sensible.
Una de estas
historias, que me fue contada hace ya un tiempo por el gastronómico Floreal
Loprete, hace referencia a cierto español que tenía, allá por los pagos de
Villa del Parque en los años cuarenta, una modesta fonda a la que atendía con
muchos esfuerzos y escasas ganancias.
Este hombre,
sesentón y poco afecto a otra cosa que no fuera deslomarse en el trabajo, tenía
cinco hijas con edades que iban desde los veintitrés años a los treinta y
tantos y a las que no se podía definir como casaderas pues eran tan feas que
difícilmente hubieran encontrado quien se animara a enfrentarlas a plena luz
del día, no digamos ya durante la noche o con los ruleros puestos.
Estas
desgraciadas y horrendas muchachas tenían, sin embargo, almas delicadas y se
esforzaban con ahínco por dilucidar los secretos de las corcheas y las semifusas.
Pese a su
inocultable vocación y a que conocían al dedillo las partituras más
intrincadas, no alcanzaban a transmitir otra cosa que sonidos sin contenido ni
emoción alguna. Por mucho que intentaran ponerle algo de sentimiento a sus
interpretaciones, no había caso; “Desde el Alma” sonaba como un ejercicio ñoño
y deslucido y algunos tangos de Arolas, que también estaban en su repertorio
parecían, cuando menos, tocados por inmigrantes lapones.
Era evidente
que las musas parecían no querer visitarlas jamás por ningún motivo.
El sacrificado
padre, resignado a tener que cargar por el resto de su vida con semejante
bandada de esperpentos, esperaba al menos que no torturaran su precario
descanso con sus veleidades pianísticas, por lo que las instaba constantemente
para que emprendieran actividades menos estridentes y más provechosas para la
menguada economía familiar.
Pero nada de
lo que proponía a sus hijas encontraba eco en éstas; ellas querían hacer música
a como diera lugar.
Y dicen que
los viejos vecinos de entonces y los antiguos parroquianos de la fonda de
Campana y Baigorria, aseguraban, a quien
quisiera escucharlos, que cierta noche de setiembre, en que la hija mayor del
galaico cruzaba la placita de regreso de sus infructuosas clases de piano, un
hombre extraño, alto y vestido de oscuro alcanzó a la muchacha y entabló con
ella un misterioso diálogo que las crónicas no alcanzaron a registrar.
Y no faltan
quienes juran por sus vidas que ese hombre no era otro que Amancio Luna y que
esa noche, la joven en cuestión fue felizmente desflorada en la casilla que
existe en la plaza, junto a la cancha de
bochas donde los jubilados del lugar intentan reflotar diariamente su
improbable condición deportiva.
Ana Grees, la
movediza profesora de gimnasia del barrio, dice que una tía suya una vez le
contó que conoció a una mujer cuya hermana tuvo trato directo con las hijas del
dueño de la fonda y que ésta aseguraba que en aquellos tiempos se comentaba en
la cuadra que ese hombre extraño, que algunos creen que fue Amancio Luna, no
sólo desfloró a la mayor de las hermanas, sino que sucesivamente, todas
tuvieron ocasión de conocer las delicias y los terrores de su primera, y tal
vez única, relación amorosa.
El tiempo que
destruye amores y prestigios con la misma implacable eficacia con que crea
leyendas, parece haber cimentado aún más la fama de Amancio Luna como amador
irresistible de muchachas feas.
Se cuenta que
después de haber vivido ese fugaz pero romántico pasaje por los territorios de
la sensualidad, las cinco muchachas encontraron milagrosamente la veta musical
que siempre se les había negado.
Algo había
Amancio despertado en sus almas pues desde entonces, dicen los vecinos
memoriosos, comenzaron a interpretar los valses más sentimentales, los tangos
más conmovedores y hasta las sonatas de Chopin, con una emoción que arrobaba a
los casuales oyentes.
Tanta fama
alcanzaron en este menester, que no había casamiento, cumpleaños ni bautizo a
los que no fueran invitadas para animarlos con su excelso arte.
El padre,
quizá por sugerencia de ellas mismas, cerró por un tiempo la miserable fonda, a
la que ya sólo concurrían humildes obreros durante el día y perdularios de toda
laya por las noches, y encaró una refacción total del viejo local para
transformarlo, dicen que dijo, en una confitería “como las del centro”.
Lo más
significativo del asunto, según cuentan las gentes de por allí, es que al cabo
de unos meses, cuando fue inaugurado el nuevo establecimiento con bombos y platillos, éste mostraba sobre
la parte superior de la barra, un pequeño balconcito donde actuaría, así lo
anunciaba un cartel, una “Orquesta de Señoritas”.
Este tipo de
grupo musical, muy en boga por aquellos tiempos en ciertas confiterías del
centro, era una novedad total en Villa del Parque.
La mencionada
orquesta estaba formada, como era de prever, por las hijas del dueño, quienes
ya no tenían al piano como único instrumento, sino que ejecutaban los mejores
tangos, valses y milongas con flautas, violines y bandoneones como nunca se
había visto por el barrio.
Lo que nadie
pudo hasta ahora explicar, es por qué, en el frente del balconcito donde
tocaban, habían colocado un paño de terciopelo rojo con las letras A y L en
dorado como identificatorio de la orquesta.