Los memoriosos
del barrio de Almagro aseguran que Amancio Luna supo arrastrarle el ala, como
se dice, a cierta jovencita de aspecto más bien desafortunado.
Dicen también
que la muchacha tenía unos ojos pequeños y opacos que se le encabalgaban sobre
una enorme nariz de gancho y que su boca más parecía un tajo desprolijo que
labios dignos de ser besados, no digo ya con pasión, sino ni siquiera con
piedad. Para decirlo sencillamente: era un loro barranquero sin atenuante
alguno.
Como suele suceder,
la susodicha señorita, consciente de sus inexistentes atributos físicos,
compensaba las escasas medidas de sus corpiños con profundos y arduamente
conseguidos conocimientos sobre la fauna ictícola de la Mesopotamia. Y la
ausencia de caderas recordables, con la prolija memorización de cosas tan
extravagantes como las siete maravillas del mundo antiguo o la lista de
comercios dedicados a la venta de mascotas en la zona de Once.
Obviamente, la
adquisición de tan modesto patrimonio cultural, en realidad no sólo no
compensaba su fealdad, sino que por el contrario, terminaba por desanimar
definitivamente a los muy escasos postulantes al dudoso honor de ser
considerados sus novios o festejantes.
Alguien podrá
argumentar, con la fuerza del saber popular, que nunca falta un roto para un
descosido o que el amor es ciego u otra sandez por el estilo, pero lo cierto es
que en el caso de esta muchacha, más que descosida parecía desflecada y que el
amor debía, además de ciego, ser estúpido para poder cristalizarse en semejante
esperpento.
Con todo, hay
que reconocer que tenía a su favor algunas cosas que muchos varones consideran de por sí
atractivo: su corta edad y un padre viudo y con mucho dinero.
La niña de
marras no tendría, por el tiempo en que su destino se cruzó con el de Amancio
Luna, más de diecinueve años y su padre era dueño de un floreciente corralón de
materiales para la construcción que le permitía amarrocar dinero a paladas.
Cuentan las
vecinas, y tal vez no sea del todo incierto, que una noche de verano en la
placita de Salguero y Sarmiento, Amancio Luna y la señorita en cuestión se
encontraron, no se sabe si fortuitamente o por alguna de esas intrigas a las
que son tan afectos los duendes atorrantes de los barrios.
Y existen fuertes sospechas que fue ese encuentro el
que dio origen a una de las historias más memorables del consecuente amador de
feas.
Parece ser que
a partir de ese primer encuentro, la niña comenzó a mostrar en fiestas y asados
familiares una inocultable cara de felicidad, de esas que no se asocian
precisamente con la castidad y las buenas costumbres.
Miradas
perdidas en vaya a saber qué territorios interiores, sonrisas que asomaban de
pronto en su rostro de sifón y suspiros evocadores, supieron provocar torrentes
de comentarios maliciosos en tías, vecinas y amigos del padre en el club del
barrio.
Don Cosme, que
así se llamaba éste, sabedor de los comentarios que el cambio producido en su
hija desataba en parientes y conocidos, se dijo que si bien no podía esperar a
casar a una hija tan poco dotada, al menos no tendría en la casa una virgen
solterona y amargada de casi veinte
años.
Así que, muy
sensatamente, hizo oídos sordos a la
suspicacia vecinal y se resignó a las salidas casi furtivas de su hija rumbo
quién sabe adónde y Dios sabe con quién.
Todo intento
suyo por lograr que la chica diera alguna referencia acerca de ese misterioso y
audaz festejante, se estrellaba contra un muro de negativas cerradas por parte
de la jovencita. “Que no, que no salgo
con nadie, que no tengo novio ni nunca lo tendré, que quién se va a fijar, que
no me interesa”. Y así hasta el cansancio.
Cuentan en el
bar de Corrientes y Medrano, donde Don Cosme solía parar después de trajinar en
su corralón, que después de unos meses
de relación con Amancio, la niña comenzó a mostrar signos inequívocos de
embarazo percibidos, lógicamente, antes por las vecinas que por el propio
padre.
También se
asegura que con la excusa de ir a realizar unos misteriosos cursos en alguna
ignota academia del interior, Don Cosme fletó a la nena a la casa de una
hermana suya en Castelar donde al cabo de unos meses parió una beba
impensadamente hermosa; en lugar del vergonzante adminículo nasal de la madre,
lucía una naricilla pequeñita y respingona, en lugar de las dos bolitas insulsas
que la hija de Cosme tenía por ojos, la beba tenía dos inmensos faroles
celestes. En resumen, era una belleza incuestionable.
Maledicientes
vecinas, al circular por el barrio las noticias de tan insólito nacimiento
rastrearon, entre los más memoriosos, antecedentes de rasgos tan armónicos que pudieran existir
en alguno de los ascendientes de la joven madre. Pero esa investigación no
arrojó ningún resultado; la fallecida mujer de Cosme, había sido, si eso fuera
posible, más fea aún que su hija y así hasta cuatro generaciones anteriores. El
viudo no era precisamente un modelo de gallardía masculina, por lo que quedaba
una sola hipótesis: la beba habría heredado los rasgos de su misterioso padre,
a la sazón identificado como el tan mentado Amancio Luna. Allí comenzó otra de
las leyendas que rodean la vida de este extraño varón; su fama de hacedor de
hijos bellos trascendió las fronteras del barrio. No había matrona que no
incitara a sus hijas casaderas a conocer a ese misterioso y eficaz Amancio.
Muchas jovencitas,
a punto de contraer nupcias, ponían como condición definitiva y terrible la
autorización de sus futuros maridos para mantener relaciones con este
reconocido amador, a fin de asegurar la belleza de su progenie y poder así
darle chanta a sus amigas, madres de criaturas poco destacables por su lindura.
Más aún, se
asegura que hubo un hombre que después de haber tenido con su mujer cuatro
niños, harto de la irrecuperable fealdad de éstos, le propuso a Amancio que
embarazara a su mujer, nada linda por cierto. Por estos servicios, el liberal
caballero estaba dispuesto a pagar una más que considerable suma si el fruto de
esa unión satisfacía sus expectativas estéticas.
Nunca se supo
su Amancio accedió a tan infamante trato.
De la
jovencita que aprovechó tan bien los servicios del amador de feas, dicen que
dicen que con el tiempo logró montar, con alguna ayuda paterna, una guardería
infantil y que a ese establecimiento llevaban sus pequeños mujeres
horrorosamente feas. Tanto que llamaba la atención el contraste con sus hijos,
todos hermosos y con un sugestivo
parecido entre ellos.
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