domingo, diciembre 01, 2013

Los hijos lindos



Los memoriosos del barrio de Almagro aseguran que Amancio Luna supo arrastrarle el ala, como se dice, a cierta jovencita de aspecto más bien desafortunado.
Dicen también que la muchacha tenía unos ojos pequeños y opacos que se le encabalgaban sobre una enorme nariz de gancho y que su boca más parecía un tajo desprolijo que labios dignos de ser besados, no digo ya con pasión, sino ni siquiera con piedad. Para decirlo sencillamente: era un loro barranquero sin atenuante alguno.
Como suele suceder, la susodicha señorita, consciente de sus inexistentes atributos físicos, compensaba las escasas medidas de sus corpiños con profundos y arduamente conseguidos conocimientos sobre la fauna ictícola de la Mesopotamia. Y la ausencia de caderas recordables, con la prolija memorización de cosas tan extravagantes como las siete maravillas del mundo antiguo o la lista de comercios dedicados a la venta de mascotas en la zona de Once.
Obviamente, la adquisición de tan modesto patrimonio cultural, en realidad no sólo no compensaba su fealdad, sino que por el contrario, terminaba por desanimar definitivamente a los muy escasos postulantes al dudoso honor de ser considerados sus novios o festejantes.
Alguien podrá argumentar, con la fuerza del saber popular, que nunca falta un roto para un descosido o que el amor es ciego u otra sandez por el estilo, pero lo cierto es que en el caso de esta muchacha, más que descosida parecía desflecada y que el amor debía, además de ciego, ser estúpido para poder cristalizarse en semejante esperpento.
Con todo, hay que reconocer que tenía a su favor algunas cosas que  muchos varones consideran de por sí atractivo: su corta edad y un padre viudo y con mucho dinero.
La niña de marras no tendría, por el tiempo en que su destino se cruzó con el de Amancio Luna, más de diecinueve años y su padre era dueño de un floreciente corralón de materiales para la construcción que le permitía amarrocar dinero a paladas.
Cuentan las vecinas, y tal vez no sea del todo incierto, que una noche de verano en la placita de Salguero y Sarmiento, Amancio Luna y la señorita en cuestión se encontraron, no se sabe si fortuitamente o por alguna de esas intrigas a las que son tan afectos los duendes atorrantes de los barrios.
Y existen  fuertes sospechas que fue ese encuentro el que dio origen a una de las historias más memorables del consecuente amador de feas.
Parece ser que a partir de ese primer encuentro, la niña comenzó a mostrar en fiestas y asados familiares una inocultable cara de felicidad, de esas que no se asocian precisamente con la castidad y las buenas costumbres.
Miradas perdidas en vaya a saber qué territorios interiores, sonrisas que asomaban de pronto en su rostro de sifón y suspiros evocadores, supieron provocar torrentes de comentarios maliciosos en tías, vecinas y amigos del padre en el club del barrio.
Don Cosme, que así se llamaba éste, sabedor de los comentarios que el cambio producido en su hija desataba en parientes y conocidos, se dijo que si bien no podía esperar a casar a una hija tan poco dotada, al menos no tendría en la casa una virgen solterona y amargada de  casi veinte años. 
Así que, muy sensatamente,  hizo oídos sordos a la suspicacia vecinal y se resignó a las salidas casi furtivas de su hija rumbo quién sabe adónde y Dios sabe con quién.
Todo intento suyo por lograr que la chica diera alguna referencia acerca de ese misterioso y audaz festejante, se estrellaba contra un muro de negativas cerradas por parte de la jovencita. “Que no, que no salgo con nadie, que no tengo novio ni nunca lo tendré, que quién se va a fijar, que no me interesa”. Y así hasta el cansancio.
Cuentan en el bar de Corrientes y Medrano, donde Don Cosme solía parar después de trajinar en su corralón, que después de  unos meses de relación con Amancio, la niña comenzó a mostrar signos inequívocos de embarazo percibidos, lógicamente, antes por las vecinas que por el propio padre.
También se asegura que con la excusa de ir a realizar unos misteriosos cursos en alguna ignota academia del interior, Don Cosme fletó a la nena a la casa de una hermana suya en Castelar donde al cabo de unos meses parió una beba impensadamente hermosa; en lugar del vergonzante adminículo nasal de la madre, lucía una naricilla pequeñita y respingona, en lugar de las dos bolitas insulsas que la hija de Cosme tenía por ojos, la beba tenía dos inmensos faroles celestes. En resumen, era una belleza incuestionable.
Maledicientes vecinas, al circular por el barrio las noticias de tan insólito nacimiento rastrearon, entre los más memoriosos, antecedentes  de rasgos tan armónicos que pudieran existir en alguno de los ascendientes de la joven madre. Pero esa investigación no arrojó ningún resultado; la fallecida mujer de Cosme, había sido, si eso fuera posible, más fea aún que su hija y así hasta cuatro generaciones anteriores. El viudo no era precisamente un modelo de gallardía masculina, por lo que quedaba una sola hipótesis: la beba habría heredado los rasgos de su misterioso padre, a la sazón identificado como el tan mentado Amancio Luna. Allí comenzó otra de las leyendas que rodean la vida de este extraño varón; su fama de hacedor de hijos bellos trascendió las fronteras del barrio. No había matrona que no incitara a sus hijas casaderas a conocer a ese misterioso y eficaz Amancio.
Muchas jovencitas, a punto de contraer nupcias, ponían como condición definitiva y terrible la autorización de sus futuros maridos para mantener relaciones con este reconocido amador, a fin de asegurar la belleza de su progenie y poder así darle chanta a sus amigas, madres de criaturas poco destacables por su lindura.
Más aún, se asegura que hubo un hombre que después de haber tenido con su mujer cuatro niños, harto de la irrecuperable fealdad de éstos, le propuso a Amancio que embarazara a su mujer, nada linda por cierto. Por estos servicios, el liberal caballero estaba dispuesto a pagar una más que considerable suma si el fruto de esa unión satisfacía sus expectativas estéticas. 
Nunca se supo su Amancio accedió a tan infamante trato.

De la jovencita que aprovechó tan bien los servicios del amador de feas, dicen que dicen que con el tiempo logró montar, con alguna ayuda paterna, una guardería infantil y que a ese establecimiento llevaban sus pequeños mujeres horrorosamente feas. Tanto que llamaba la atención el contraste con sus hijos, todos  hermosos y con un sugestivo parecido entre ellos.

No hay comentarios.: