miércoles, diciembre 25, 2013

El ejército secreto



Quienes saben del tema aseguran que las muchachas condenadas a portar un rostro desagradable o una figura poco atractiva, son almas delicadas y harto sensibles.
Cualquier valsecito les conmueve el corazón hasta el desmayo
y cualquier historia de amor las hace lagrimear con un entusiasmo casi patriótico.
Pero hay quienes aseguran que estas desagraciadas mujeres, generalmente atadas a un destino marginal de cacerolas y gatos consentidos, guardan un fabuloso secreto que hasta hoy nadie ha podido descubrir: saben, de alguna manera misteriosa, los azarosos derroteros de Amancio Luna; su casi imprevista aparición en determinado salón de baile de algún barrio o los días en que Amancio aparecerá, por ejemplo, en la matiné de cierto cine de Once y aún en qué butaca habrá de sentarse.
Este conocimiento parece ser transmitido en forma igualmente misteriosa y la consigna llega casi instantáneamente, tanto a la muchacha que suspira en los oscuros zaguanes de Villa Crespo como a la que arrastra sus penas y su bolsa del mercado por Lugano.
Una especie de corriente magnética fluye entonces silenciosamente entre puestos de feria, negocios de mercería, panaderías de modestas proporciones y casas que, insólitamente, se dedican al arte olvidado de la sombrerería.
Dicen que ese extraño flujo lleva la vital información que sólo las muchachas feas saben interpretar. Una vibración en el alma, cierta picazón en las yemas de los dedos, una brisa interior que agita sueños y fantasías, parecen ser los síntomas que anuncian la aparición de Amancio en algún insólito lugar de la ciudad.
Cuando esto sucede, aseguran quienes creen en estos extravagantes sucesos, inexorablemente se suspenden labores de bordado; los alimentos quedan a medio cocer en las hornallas y mutilados calcetines se resignan en sus cestos de mimbre, atorados con lámparas quemadas y con sus talones a medio remendar.
Cuando estos extraños acontecimientos tienen lugar, un misterioso y casi subrepticio ejército comienza a movilizarse; como hormigas, desde todos los rincones de la ciudad y sus alrededores, centenares de muchachas feas comienzan a fluir, lenta, implacablemente hacia el lugar donde esperan poder encontrarse con Amancio Luna.
Es probable que de entre tantas, solo una sea la agraciada ese día, pero la sola cercanía con su objeto de culto y tal vez el reconocerse como integrantes de un clan muy exclusivo, justificaría con creces los esfuerzos, los incómodos viajes y el regreso inevitable a sus miserables realidades cotidianas.
Los pobres de espíritu, que nunca faltan, juran que las mujeres concurren a la matiné de ese cine rantifuso  porque allí proyectan insufribles bodrios sentimentales que ninguna otra sala se anima a programar y, además, porque en esas matinés se cobra entrada a mitad de precio.

Pero más allá de los esfuerzos de estos racionalistas de poco vuelo por destruir el mito de Amancio, lo cierto es que al regresar a sus casas estas, mujeres crédulas o apasionadas, según se mire, llevan en sus ojos una mirada más tierna, en sus feos rostros una extraña luz y sobre todo, una brisa de eterna esperanza aleteando en sus ingenuos corazones.

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