Quienes saben
del tema aseguran que las muchachas condenadas a portar un rostro desagradable
o una figura poco atractiva, son almas delicadas y harto sensibles.
Cualquier
valsecito les conmueve el corazón hasta el desmayo
y cualquier
historia de amor las hace lagrimear con un entusiasmo casi patriótico.
Pero hay
quienes aseguran que estas desagraciadas mujeres, generalmente atadas a un
destino marginal de cacerolas y gatos consentidos, guardan un fabuloso secreto
que hasta hoy nadie ha podido descubrir: saben, de alguna manera misteriosa,
los azarosos derroteros de Amancio Luna; su casi imprevista aparición en
determinado salón de baile de algún barrio o los días en que Amancio aparecerá,
por ejemplo, en la matiné de cierto cine de Once y aún en qué butaca habrá de
sentarse.
Este
conocimiento parece ser transmitido en forma igualmente misteriosa y la
consigna llega casi instantáneamente, tanto a la muchacha que suspira en los
oscuros zaguanes de Villa Crespo como a la que arrastra sus penas y su bolsa
del mercado por Lugano.
Una especie de
corriente magnética fluye entonces silenciosamente entre puestos de feria,
negocios de mercería, panaderías de modestas proporciones y casas que,
insólitamente, se dedican al arte olvidado de la sombrerería.
Dicen que ese
extraño flujo lleva la vital información que sólo las muchachas feas saben
interpretar. Una vibración en el alma, cierta picazón en las yemas de los
dedos, una brisa interior que agita sueños y fantasías, parecen ser los
síntomas que anuncian la aparición de Amancio en algún insólito lugar de la
ciudad.
Cuando esto
sucede, aseguran quienes creen en estos extravagantes sucesos, inexorablemente
se suspenden labores de bordado; los alimentos quedan a medio cocer en las
hornallas y mutilados calcetines se resignan en sus cestos de mimbre, atorados
con lámparas quemadas y con sus talones a medio remendar.
Cuando estos
extraños acontecimientos tienen lugar, un misterioso y casi subrepticio
ejército comienza a movilizarse; como hormigas, desde todos los rincones de la
ciudad y sus alrededores, centenares de muchachas feas comienzan a fluir,
lenta, implacablemente hacia el lugar donde esperan poder encontrarse con
Amancio Luna.
Es probable
que de entre tantas, solo una sea la agraciada ese día, pero la sola cercanía
con su objeto de culto y tal vez el reconocerse como integrantes de un clan muy
exclusivo, justificaría con creces los esfuerzos, los incómodos viajes y el
regreso inevitable a sus miserables realidades cotidianas.
Los pobres de
espíritu, que nunca faltan, juran que las mujeres concurren a la matiné de ese
cine rantifuso porque allí proyectan
insufribles bodrios sentimentales que ninguna otra sala se anima a programar y,
además, porque en esas matinés se cobra entrada a mitad de precio.
Pero más allá
de los esfuerzos de estos racionalistas de poco vuelo por destruir el mito de
Amancio, lo cierto es que al regresar a sus casas estas, mujeres crédulas o
apasionadas, según se mire, llevan en sus ojos una mirada más tierna, en sus feos rostros una extraña luz y sobre todo, una brisa de eterna esperanza aleteando
en sus ingenuos corazones.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario