Otra hipótesis acerca
de los orígenes de Amancio Luna
El historiador revisionista Roberto Iñigo Carrera,
buceador de leyendas y sucedidos de nuestra gran aldea, asegura haber
encontrado indicios que podrían dar cuenta del origen de Amancio Luna, su pacto
con los duendes de la noche y su condición de amador eterno de muchachas poco
agraciadas.
Según dice el historiador, vivía en España, más
precisamente en Madrid, en una época que él ubica entre 1860 y 1870, cierta
jovencita, famosa por su belleza y su espíritu aventurero y rebelde, poco dado
a respetar las rígidas convenciones sociales de su época.
Esta muchacha, era hija de un catedrático
prestigioso, viudo, ya mayor y con una situación económica en franca
decadencia. Dado el carácter díscolo e independiente de su hija era para su
anciano padre un motivo permanente de vergüenza y zozobra.
En lugar de relacionarse con la buena sociedad a
la que pertenecía su padre, aún en su incipiente pobreza, la chica solía
reunirse con personajes poco recomendables para la estricta sociedad madrileña de entonces. Bohemios, artistas
trashumantes y poetas contestatarios eran su junta habitual. Su extraordinaria
belleza la hacía receptora de halagos y proposiciones de todo tipo y calibre
por parte de cuanto varón tenía la fortuna, o la desgracia, vaya a saberse, de
conocerla. Pero nadie parecía tener las condiciones como para conmover su
altivo corazón.
El padre de esta singular muchacha, enterado de
que en la floreciente, aunque convulsionada Argentina, se les daba a los
científicos y profesores provenientes de Europa un trato verdaderamente
distinguido, decidió trasladarse, por esos años, a la capital de ese lejano
país y tratar así de recomponer su menguada fortuna. Escribió cartas, mencionó
títulos y experiencias y pronto fue invitado para hacerse cargo de una cátedra
de literaturas comparadas en el antiguo Colegio de los Salesianos en la ciudad
de Córdoba. Seguramente no fue ajeno a
su decisión el hecho de poner distancia entre su hija y los escándalos que ésta
solía provocar en Madrid.
Lo cierto, según Iñigo Carrera, es que cierto día
de noviembre, después de una larga y tediosa travesía, arribaron al puerto
de Buenos Aires y se instalaron
provisoriamente en una antigua casona de lo que hoy conocemos como San Telmo,
hasta el momento de trasladarse a Córdoba.
Circunstancias nunca aclaradas del todo, hicieron
posible que la niña conociera a cierto hombre, moreno, como los naturales de
estas tierras, de muy buen porte y con cierta habilidad para entonar cifras y
milongas sureras en su guitarra. Este mozo quedó, desde el primer día, prendado
de la joven españolita quien, a su vez, sólo se sintió halagada por el amor que
despertaba en ese hombre singular, tan tierno y tan fuerte, pero nada parecido
al amor se anidó en su corazón.
Algunos meses después, el viejo profesor y su
hija marchan hacia la ciudad mediterránea sin que ésta recordara siquiera
despedirse del mozo enamorado.
Devastado por el desdén de la muchacha, el
hombre, que según el vasco no era otro que Amancio Luna, comenzó a frecuentar
los antros más atroces de los extramuros de la ciudad, garitos espantosos y
burdeles de mala muerte frecuentado por borrachos, pendencieros y hombres de
comité de cuchillo al cinto y mala entraña.
Cierta noche, por razones que las crónicas no
registran, se enfrentó a un trío de malvivientes que lo esperaron en un
callejón, para saldar no se sabe qué deudas de juego o de mujeres. Valiente
como pocos, alcanzó a herir a dos de los atacantes cuando un cuchillo le entró
en el pecho. Se sintió morir y con su último
aliento se encomendó a los poderes de la noche pues en ese instante
definitivo, comprendió que la vida era la posesión suprema. Aquí, nuestro
historiador cree que, en realidad, Amancio Luna temió, no a la muerte, sino a
la imposibilidad de volver a ver a la desdeñosa española que le había
infringido una herida más profunda que el puñal.
Y según relata la historia, los duendes de la
noche tuvieron en cuenta el pedido de Amancio Luna y le otorgaron el don de la
inmortalidad. Pero a cambio debía, como pago por ese don, amar siempre y
exclusivamente a cuanta muchacha fea se cruzara en su camino. Dicen que dicen,
que ése fue el origen del amador de feas que a través del tiempo, sigue
abonando las historias más extrañas que recorren la ciudad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario