miércoles, marzo 06, 2013

Otra hipótesis acerca de los orígenes de Amancio Luna


Otra hipótesis acerca
de los orígenes de Amancio Luna

El historiador revisionista Roberto Iñigo Carrera, buceador de leyendas y sucedidos de nuestra gran aldea, asegura haber encontrado indicios que podrían dar cuenta del origen de Amancio Luna, su pacto con los duendes de la noche y su condición de amador eterno de muchachas poco agraciadas.
Según dice el historiador, vivía en España, más precisamente en Madrid, en una época que él ubica entre 1860 y 1870, cierta jovencita, famosa por su belleza y su espíritu aventurero y rebelde, poco dado a respetar las rígidas convenciones sociales de su época. 
Esta muchacha, era hija de un catedrático prestigioso, viudo, ya mayor y con una situación económica en franca decadencia. Dado el carácter díscolo e independiente de su hija era para su anciano padre un motivo permanente de vergüenza y zozobra.
En lugar de relacionarse con la buena sociedad a la que pertenecía su padre, aún en su incipiente pobreza, la chica solía reunirse con personajes poco recomendables para la estricta sociedad  madrileña de entonces. Bohemios, artistas trashumantes y poetas contestatarios eran su junta habitual. Su extraordinaria belleza la hacía receptora de halagos y proposiciones de todo tipo y calibre por parte de cuanto varón tenía la fortuna, o la desgracia, vaya a saberse, de conocerla. Pero nadie parecía tener las condiciones como para conmover su altivo corazón.
El padre de esta singular muchacha, enterado de que en la floreciente, aunque convulsionada Argentina, se les daba a los científicos y profesores provenientes de Europa un trato verdaderamente distinguido, decidió trasladarse, por esos años, a la capital de ese lejano país y tratar así de recomponer su menguada fortuna. Escribió cartas, mencionó títulos y experiencias y pronto fue invitado para hacerse cargo de una cátedra de literaturas comparadas en el antiguo Colegio de los Salesianos en la ciudad de Córdoba. Seguramente  no fue ajeno a su decisión el hecho de poner distancia entre su hija y los escándalos que ésta solía provocar en Madrid.
Lo cierto, según Iñigo Carrera, es que cierto día de noviembre, después de una larga y tediosa travesía, arribaron al puerto de  Buenos Aires y se instalaron provisoriamente en una antigua casona de lo que hoy conocemos como San Telmo, hasta el momento de trasladarse a Córdoba.
Circunstancias nunca aclaradas del todo, hicieron posible que la niña conociera a cierto hombre, moreno, como los naturales de estas tierras, de muy buen porte y con cierta habilidad para entonar cifras y milongas sureras en su guitarra. Este mozo quedó, desde el primer día, prendado de la joven españolita quien, a su vez, sólo se sintió halagada por el amor que despertaba en ese hombre singular, tan tierno y tan fuerte, pero nada parecido al amor se anidó en su corazón.
Algunos meses después, el viejo profesor y su hija marchan hacia la ciudad mediterránea sin que ésta recordara siquiera despedirse del mozo enamorado.
Devastado por el desdén de la muchacha, el hombre, que según el vasco no era otro que Amancio Luna, comenzó a frecuentar los antros más atroces de los extramuros de la ciudad, garitos espantosos y burdeles de mala muerte frecuentado por borrachos, pendencieros y hombres de comité de cuchillo al cinto y mala entraña.
Cierta noche, por razones que las crónicas no registran, se enfrentó a un trío de malvivientes que lo esperaron en un callejón, para saldar no se sabe qué deudas de juego o de mujeres. Valiente como pocos, alcanzó a herir a dos de los atacantes cuando un cuchillo le entró en el pecho. Se sintió morir y con su último  aliento se encomendó a los poderes de la noche pues en ese instante definitivo, comprendió que la vida era la posesión suprema. Aquí, nuestro historiador cree que, en realidad, Amancio Luna temió, no a la muerte, sino a la imposibilidad de volver a ver a la desdeñosa española que le había infringido una herida más profunda que el puñal.
Y según relata la historia, los duendes de la noche tuvieron en cuenta el pedido de Amancio Luna y le otorgaron el don de la inmortalidad. Pero a cambio debía, como pago por ese don, amar siempre y exclusivamente a cuanta muchacha fea se cruzara en su camino. Dicen que dicen, que ése fue el origen del amador de feas que a través del tiempo, sigue abonando las historias más extrañas que recorren la ciudad. 

No hay comentarios.: