domingo, diciembre 01, 2013

La orquesta de señoritas

Buenos Aires, quizá por su antigua condición de ciudad portuaria a la que solían llegar desde lejanos lugares, torvos inmigrantes de rostros curtidos y talantes melancólicos, tiene todavía un aura de misterio ultramarino del que deviene, quizá,  su principal encanto.
Los varones de ley y las muchachas sensibles que se han atrevido a caminar por las calles de un barrio cualquiera sobre el filo de la medianoche, han llegado a sospechar que, aunque no pudieran verlo, a su alrededor se estaban tejiendo silenciosamente las urdimbres de algún prodigio que podía cambiar sus vidas de manera radical.
Claro que no es ésta una magia con luces de colores ni efectos especiales al estilo David Coperfield, es, si se quiere, una magia de morondanga. Una magia de entrecasa en la que sus trucos tienen más que ver con la sorpresa de un alma ingenua, que con la admiración pavota que suele suscitar el simple despliegue tecnológico.
Es quizá por ello que los barrios de Buenos Aires conservan todavía, a pesar de la invasión de fast food y shoppings, viejas casas y boliches misérrimos que son los preferidos de esos seres crédulos y fantasiosos, para quienes una buena historia no es aquella que despliega fríamente sus pergaminos de autenticidad, sino aquella que logra conmover sus corazones pues, sostienen, no existe una realidad más contundente que la que nace de un alma sensible.
Una de estas historias, que me fue contada hace ya un tiempo por el gastronómico Floreal Loprete, hace referencia a cierto español que tenía, allá por los pagos de Villa del Parque en los años cuarenta, una modesta fonda a la que atendía con muchos esfuerzos y escasas ganancias.
Este hombre, sesentón y poco afecto a otra cosa que no fuera deslomarse en el trabajo, tenía cinco hijas con edades que iban desde los veintitrés años a los treinta y tantos y a las que no se podía definir como casaderas pues eran tan feas que difícilmente hubieran encontrado quien se animara a enfrentarlas a plena luz del día, no digamos ya durante la noche o con los ruleros puestos.
Estas desgraciadas y horrendas muchachas tenían, sin embargo, almas delicadas y se esforzaban con ahínco por dilucidar los secretos de las corcheas  y las semifusas.
Pese a su inocultable vocación y a que conocían al dedillo las partituras más intrincadas, no alcanzaban a transmitir otra cosa que sonidos sin contenido ni emoción alguna. Por mucho que intentaran ponerle algo de sentimiento a sus interpretaciones, no había caso; “Desde el Alma” sonaba como un ejercicio ñoño y deslucido y algunos tangos de Arolas, que también estaban en su repertorio parecían, cuando menos, tocados por inmigrantes lapones.
Era evidente que las musas parecían no querer visitarlas jamás por ningún motivo.
El sacrificado padre, resignado a tener que cargar por el resto de su vida con semejante bandada de esperpentos, esperaba al menos que no torturaran su precario descanso con sus veleidades pianísticas, por lo que las instaba constantemente para que emprendieran actividades menos estridentes y más provechosas para la menguada economía familiar.
Pero nada de lo que proponía a sus hijas encontraba eco en éstas; ellas querían hacer música a como diera lugar.
Y dicen que los viejos vecinos de entonces y los antiguos parroquianos de la fonda de Campana y  Baigorria, aseguraban, a quien quisiera escucharlos, que cierta noche de setiembre, en que la hija mayor del galaico cruzaba la placita de regreso de sus infructuosas clases de piano, un hombre extraño, alto y vestido de oscuro alcanzó a la muchacha y entabló con ella un misterioso diálogo que las crónicas no alcanzaron a registrar.
Y no faltan quienes juran por sus vidas que ese hombre no era otro que Amancio Luna y que esa noche, la joven en cuestión fue felizmente desflorada en la casilla que existe en la plaza,  junto a la cancha de bochas donde los jubilados del lugar intentan reflotar diariamente su improbable condición deportiva.
Ana Grees, la movediza profesora de gimnasia del barrio, dice que una tía suya una vez le contó que conoció a una mujer cuya hermana tuvo trato directo con las hijas del dueño de la fonda y que ésta aseguraba que en aquellos tiempos se comentaba en la cuadra que ese hombre extraño, que algunos creen que fue Amancio Luna, no sólo desfloró a la mayor de las hermanas, sino que sucesivamente, todas tuvieron ocasión de conocer las delicias y los terrores de su primera, y tal vez única, relación amorosa.
El tiempo que destruye amores y prestigios con la misma implacable eficacia con que crea leyendas, parece haber cimentado aún más la fama de Amancio Luna como amador irresistible de muchachas feas.
Se cuenta que después de haber vivido ese fugaz pero romántico pasaje por los territorios de la sensualidad, las cinco muchachas encontraron milagrosamente la veta musical que siempre se les había negado.
Algo había Amancio despertado en sus almas pues desde entonces, dicen los vecinos memoriosos, comenzaron a interpretar los valses más sentimentales, los tangos más conmovedores y hasta las sonatas de Chopin, con una emoción que arrobaba a los casuales oyentes.
Tanta fama alcanzaron en este menester, que no había casamiento, cumpleaños ni bautizo a los que no fueran invitadas para animarlos con su excelso arte.
El padre, quizá por sugerencia de ellas mismas, cerró por un tiempo la miserable fonda, a la que ya sólo concurrían humildes obreros durante el día y perdularios de toda laya por las noches, y encaró una refacción total del viejo local para transformarlo, dicen que dijo, en una confitería “como las del centro”.
Lo más significativo del asunto, según cuentan las gentes de por allí, es que al cabo de unos meses, cuando fue inaugurado el nuevo establecimiento  con bombos y platillos, éste mostraba sobre la parte superior de la barra, un pequeño balconcito donde actuaría, así lo anunciaba un cartel, una “Orquesta de Señoritas”.
Este tipo de grupo musical, muy en boga por aquellos tiempos en ciertas confiterías del centro, era una novedad total en Villa del Parque.
La mencionada orquesta estaba formada, como era de prever, por las hijas del dueño, quienes ya no tenían al piano como único instrumento, sino que ejecutaban los mejores tangos, valses y milongas con flautas, violines y bandoneones como nunca se había visto por el barrio.

Lo que nadie pudo hasta ahora explicar, es por qué, en el frente del balconcito donde tocaban, habían colocado un paño de terciopelo rojo con las letras A y L en dorado como identificatorio de la orquesta.

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